martes

Aceptaría tus alas pero he encontrado las mías


Para G. S. A.

Cuando de niña escuchaba las historias sobre la libertad y la necesidad de encontrarla, me parecían tan lejanas, tan míticas, tan irreales. Quizá inservibles. La leyenda de Ícaro, volando hacia el sol, encontrando cierta libertad, hasta que las alas de cera se deshacían, me recuerdan este intento férreo que algunos (sólo algunos) individuos de la humanidad han realizado permanentemente pero que, entre otros factores, se veían limitados por la propia coyuntura. En algunos casos el sol, en otros las reglas de la sociedad, en muchos más el miedo que te cierra los ojos.

Así entonces, escuchaba la canción de Armando Rosas, "El papalote", y yo me decía, pero en serio, ¿para cuándo me atreveré a volar como papalote? ¿Cuándo me sentiré capaz de ser libre volando?

De la libertad sólo había sentido la que te otorga el agua. En las albercas, en lagunas, en cenotes, en ríos y en mares. Oh, qué ensoñación esa manera de materializar los sueños de autonomía. Libertad igualada a la posibilidad de nadar (o volar en agua). De sentirse ligera. De ser.

Admito que cuando aprendí a volar en agua no entendí al comienzo que se trataba de un asunto de independencia. Primero, porque mis padres me obligaron a eso. De ello retengo en la memoria muchas competencias de interclubes que me hacían doler todo mi cuerpo cuando no ganaba. O que la llenaban de satisfacción temporal cuando llegaba entre los primeros sitios. Segundo, porque aunque hice mío ese espacio marítimo y acuoso, las posibilidades de encontrar una alberca en esta orbe son complicadas. O los horarios, o el tráfico, o el costo, o el tiempo, siempre hay alguna condición que no te permite cumplir con esta obligación, con este derecho de ser libre.

Y luego, ya con mucho miedo, decidí a echarme a volar. A seguir las consejas de A. Rosas y su camerata Rupestre. Ahora si, en serio, a volar entre el viento, en (y con) el aire. Con bicicleta quiero decir.

Aprendí a volar en bicicleta hace unos meses. Qué locura. A mis treinta y tres años decido dejar el miedo y empezar a volar. Aún cuando el sol, los automovilistas descontentos con los peatones y los ciclistas, los accidentes continuos, las calles inseguras y la contaminación excesiva del aire me limiten a ser libre en la bicicleta.

Por eso, admito que aún cuando me gusta volar con mis manos en el cielo de agua que fluye en una alberca, aún cuando estar en un avión me es muy grato, creo que ahora he encontrado mis alas (de una benotto de carrera de 24 pulgadas) y no pienso aceptar las de nadie más.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Volar, y al volar olvidar, y llegar más allá...