Leía en un
libro sobre la ética del Yoga, los Yamas y Niyamas, que una de las propuestas
de ahimsa es percatarse de
nuestros miedos. ¿Qué viene después de
ello? Desenmascarar la situación, y enfrentarla. Enfrentar significa mirar de
frente, y esperar con paciencia a que se desarme el dolor y el temor.
Recorrí
mis miedos. Algunos de ellos, por supuesto, eran pequeños pero me tenían
ciertamente dominada. Por ejemplo, dejé de pasear por cierta calle porque temía
a los señores que tienen atrincherada la esquina. Solo esperar a que ellos me
miraran con lasciva o que intentaran saludarme para decirme piropos y opiniones
que no me interesan, me llevaba al miedo. Y luego a la violencia. Entonces los
miré de frente. Con cabeza sobre hombros y cuello de guerrera, con cuerpo
centrado en el corazón, pasé e hice mía la senda que yo sola me había negado
por ese miedo.
Más tarde vino otro reto. Hace
más de 20 años dejé de disfrutar de sumergirme en el mar. Sí, por supuesto: las
olas me suscitan miedo. Por eso, mis viajes cada año al océano se restringían a varios baños diarios en las orillas de una playa tradicionalmente conocida como
“peligrosa”. Gracias a este pretexto que la naturaleza me puso, evité meterme al
oleaje de Zipolite. Historias de ahogados, muertos y mucho dolor le daban
sustento a mi miedo.
La diferencia en estas vacaciones
fue la ayuda amorosa que Glenn me ofreció. Él es un hombre de agua: un piscis
con ascendente cáncer que solo ríe, flota y disfruta con el agua salada. Y
entonces, con eso me llevó al interior de ese mundo acuático para recobrar
placer y ligereza.
Enfrenté mi miedo con coraje y
corazón de guerrera. Y aunque el alto oleaje me zarandeó en varias ocasiones,
el amor y mi persistencia me llevaron a afrontarlo de buena manera. Oh, sí, también
tuve un ataque de pánico, pero seguí adelante aprendiendo de ese momento.
Rescaté mi procedencia, como
buena cabrita marina, al introducirme en ese ambiente húmedo. Enfrenté mi
temor. Y de recordarlo, sonrío nuevamente.
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