jueves

Bertha Suárez Andrade



[febrero 2009]

Estoy en un momento de luto, ya que mi abuela Bertha ha muerto.
Pero no me han dejado de acompañar sus recuerdos, sus sueños, sus palabras, sus manos, su vida, sus ojos (como cuencos sin vida y sin luz en estos últimos cinco, seis años). Por eso, estoy contenta. Satisfecha porque ella ha dejado de sufrir esa perra etapa, la última de su vida. Aún más alegre porque la conocí y compartimos muchas cosas, tales como varios secretos, las ricas comidas, los distintos olores de sus casas, las tontas y corajudas lágrimas, las sabrosas risas y las inexplicables peleas, todo lo cual forma un tejido lindo, azul turquesa, rosa y naranja, en este largo proceso de treinta años.
Hoy, 19 de febrero de 2009 concluye una vida que inició ya el 28 de noviembre de 1915 o el 6 de diciembre de 1914 en Colima, México. Como un banco de arena, mi abuelita tuvo un montón de alegrías y de desgracias, pisó y cambió rumbos en muchas ocasiones y que en otros momentos más largos y más oscuros, se detuvo en un solo lugar sin modificaciones. Pero, ¿qué vida no está limitada por estos elementos?
Si, no tengo perdón. Soy una profesionista de los recuerdos y el pasado y no recurrí a guardar sus palabras, sus frases, su testimonio. Siempre encontré los pretextos perfectos para negarme la responsabilidad: no me dejan trabajar con ella, no quiere, no tengo los recursos electrónicos…
Como contra respuesta tengo imágenes que ella me compartió, que me pueden ayudar a significarla, a contextualizarla, a explicarla. Debo admitir que hay muchas versiones de este su pasado, debido al tamiz de sus relaciones. Así, sus hijos y nietos favoritos la recordaremos como la madre y la abuela ejemplar. Esto está en estrecha relación con el ser mexicanos, los cuales opinan que a la madre no hay que tocarla ni con el pétalo de una rosa, y por eso se le perdonan todos sus defectos. Yo no haré nada de eso. Sólo contaré lo que recuerdo, lo que viví con ella.

· Ella
Me decía que sus primeros recuerdos la llevaban a sus abuelos. Florencio Andrade la quería más que su abuela, Inés Sánchez Voggel. Por eso, le daba todo a esta nieta, hija de su hija, abandonada por su hija. Las otras tías y primas detestaban eso, la envidiaban, la menospreciaban por no estar con padre y madre propios. Era una intrusa.
Era Colima de las primeras décadas del siglo XX. Azotado por los cristeros, emergiendo del movimiento revolucionario. Encrucijada por los recuerdos familiares, por los secretos y los rumores; ese es el tiempo y espacio de la infancia de Bertha. Su madre Laura Elena, persona dura, se había enamorado (eso esperamos todos) de su marido, Doroteo Suárez González, quien fue contratado como migrante agrícola en Estados Unidos a partir de la primera guerra mundial, con lo cual llegó a Los Ángeles en 1916 y se estableció en Montebello, California.
Él se fue, sabiendo que con su hija, la esperanza de ese nuevo proyecto debía tener causes materiales y sustentables. Fue en busca de alimento. Encontró allá un buen espacio para desarrollarse. Mandó llamar a su esposa y a su hija. No recibió respuesta. Insistió en varias ocasiones. No recuerdo si el abuelo o la madre fueron los que evitaron que se diera lo esperado. El aire, la soledad, los nuevos caminos lo llevaron a hacer allá una nueva vida. Un nuevo amor, una nueva familia con retoños.
Esa posible convivencia entre padre e hija fue cortada de un tajo. Los límites espaciales no sólo fueron las únicas fronteras y frenos que se interpusieron: hubieron mentiras para evitar ese acercamiento. Más de cincuenta años después se reunieron y entrecruzaron estas vidas, que ya sin más hilo conductor que el genético, dieron explicaciones, abrazos y risas. Se contaron historias, se compartieron comida, fotografías y vivencias. (Los testimonios están decolorándose, pero existen)
Una de sus experiencias más abismales fue su participación pasiva (del tipo de muñeca de trapo) en las misas colectivas en diversas iglesias cerradas por los párrocos que apoyaron el movimiento cristero en Colima durante los años 27 y 28. Ella recordaba que su abuela era una de esas fanáticas, que se exacerbaba y presionaba a los federales. Por eso, en varias ocasiones, en la lucha más cruenta, se llevó a sus hijas y a su nieta para que se pusieran a rezar en plena confrontación. Un pariente que trabajaba en el Ejército Federal, las jaló y salvó de una –quizá—matanza de cristeros.
Me contó sobre su desempeño escolar. La primaria en Colima. Era un sistema de esos viejos, donde el interés era que los niños aprendieran. Estaba todo el día en clases y por la tardes jugaba basketbol. Mi papá decía que eso no podía ser cierto, que si lo hubiera sido, ella hubiera tenido interés en hacer ejercicio, en hacer algo con su cuerpo. En dejar la cama. No sé, a mi me gusta el asunto de ensoñación…
Ya estando en pubertad fue llevada con su madre a Tampico. Fue la edad de la adolescencia, el climax de una mujer bella, morena y hermosa, de las pequeñas poblaciones del interior de la República Mexicana. Un puerto cálido con un establecimiento militar. Por eso estaba ahí. Su padrastro, Sarmina, laboraba como telegrafista en el destacamento. De esta forma ella pudo acceder al mundo elitista y disciplinado de los militares. Fue así que asistió a las fiestas, a los paseos al kiosco del pueblo, a las tertulias. Convivió con los militares de alto grado. Se enamoró. Asistió a un enamoramiento de película. Todo era azul y rosa. Ricardo Ramos bailando, mirándola y abrazándola. Ella bailando, mirándolo y abrazándolo. Pero el sueño se acabó y él no insistió. La dejó por otras chicas. Ella se deprimió de forma total. Extrema. Al vacío.
Eso fue aprovechado por el amigo del padrastro, Federico Quiroz. Fue el hombro que recibió las lágrimas de dolor, de desesperanza, de tragedia. Vio como la niña-mujer desarrollaba sus sentimientos y los fue encalando hacia su persona. Los atrajo sutilmente. La encerró en la amistad y le propuso amor.
Ella aceptó. Se casaron. Eso significó para Sarmina y su madre, una mejora sustancial en sus formas tradicionales de vida. Porque Quiroz, el capitán, feo, chaparro y listo, era un gran militar de alcurnia, de abolengo militar. Bertha se embarazó pronto. Y en este proceso, el otro enamorado regresó y le suplicó que se fuera con él. No pudo zafarse de los controles sociales, del “qué dirán”, del deber ser mujer en los años treinta.
El capitán, encerrado en este punto, atinó a llevarse a su nueva familia a la Ciudad de México. Separó estos destinos lo más que pudo. Fue tan efectivo que jamás tuvieron noticia el uno del otro. La felicidad podría haber llegado a la puerta de este nuevo matrimonio, una niña y un niño por nacer. Ningún tope se avizoraba. Pero en estas escenas le gusta aparecer a la muerte, más las que acontecen por la violencia inexplicable. El capitán Quiróz fue asesinado una tarde de febrero de 1936 (¿o fue 1937?).
Así se cumple la primera viudez de esta joven de 20 años: sola en la gran Ciudad de México, con dos hijos, sin profesión. Y pronto se dio cuenta que sin redes, sin sustento. La familia del capitán no ayudó a la desvalida. Así, trabajó en lo que pudo: como cajera en un Salón de belleza, como secretaria y dependienta. Fue insistiendo en ese campo, el comercio de la pujante metrópoli. Recordaba cómo tomaba el tranvía y daba vueltas a la ciudad de México. Encargaba a sus chicos y salía a trabajar. Vivía en casas de huéspedes. Las diversiones eran ver crecer a sus hijos. Comía en un pequeño comedor económico. Ese es el lugar preciso donde conoció a Raymundo Casillas (a más datos, mi abuelo).
No sé si se gustaron de forma inmediata. De seguro él si cayó por los encantadores labios de Bertha, por su cabello negro y abundante, por sus caderas y cintura. Él era un buen hombre grande, pelirrojo, narizón. Un hijod´algo, un españolote venido a menos después de dos generaciones de estancia en México. Mocho hasta los tuétanos. Vivía con su madre y hermana, las cuales lo controlaban de manera extraordinaria. Provenían de Salvatierra, Guanajuato. Él trabajaba como taxista, no sé si de un cocodrilo o de un particular, pero laboraba en los caminos. Y por desconocidas circunstancias estaban aquí reunidos, en las márgenes de la Ciudad de los Palacios, en la región más transparente del mundo.
Salto que ha de haber dado la madre al enterarse que su hijo sería presa de una mujer con dos hijos, una viuda lagartona. Una viuda negra. Ummmhh, presentimientos fuera de la realidad. Ella sólo tenía veinte años y por ser viuda se enfrentaba a este mundo reglado con normas machistas inaplicables. Y dolorosas.
Tengo la impresión que ella aceptó no porque lo quisiera, no porque le gustara. Definitivamente ella esperaba continuar en un mundo de comodidades y el esposarse con un taxista le impedía este futuro promisorio. Pero se casaron.
Ella nunca me habló de su boda, de su segunda boda. Ampliaba los recuerdos y las narraciones de los bailes de juventud pero eliminaba los detalles de su primera estancia en la cosmopolita Ciudad de México.
En esta nueva etapa ella vivió como la madre dadora de la vida. Así es que tuvo muchos, muchos críos más a los dos existentes. La Chata (chatita también le decían a ella) Kiko, Sergio, Rey, Jaime, la Nena, la Chiquis, Guadalupe, Toto, Rubén. Vaya que si fue fértil.
Cada parto estaba envuelto entre crisis de pareja y familiar debido sobre todo a una permanente crisis económica. El subempleo y la mala administración de los exiguos recursos. Decía mi mamá y mi abuelita que Raymundo siempre tenía dinero para invitar a comer harto y beber alcohol a sus valedores pero nunca le alcanzaba para que comieran sus hijos. Además, la vida de Raymundo estaba rodeada de otro placer aún más dañino: le gustaba la buena vida con nuevas mujeres. Hasta con su prima se metió. Uy, eso si que le dolía. Bertha estuvo dedicada a un negocio de zapatos, le invirtió tiempo y dinero, muchísimo esfuerzo y cuando hubo de alejarse para parir, Raymundo le cambió de nombre al changarro y se lo entregó a la amante. Decía mi abuela “más le duraba un pedo en la mano que el dinero” y mamá añadía “farol de la calle, oscuridad de la casa”.
Y es por eso que a partir de entonces, la vida de Bertha estuvo estrechamente ligada a la cama: la cama como espacio de sensualidad, erotismo y amor práctico que fenecía en un embarazo y en un retoño; la cama como espacio de sostén de las múltiples enfermedades que la aquejaron cientos de veces, respuesta de tantos hijos o de una mala alimentación o de una anemia prolongada; la cama como trono de poder, de control sobre los hijos.
Ahí la recuerdo, sentada y acostada, viendo la tele, escuchando la radio, platicando, peinándose, desayunando, comiendo y cenando, toda su vida en una cama. Tan es así que la frase “voy a reposar el baño” es legendaria en casa, aludiendo a esta experiencia habitual de mi abuela. De esta forma, crecieron sus hijos. Alrededor de la cama y cumpliendo las tareas que la madre enferma o preñada no podía realizar. Las hijas, por supuesto y como consecuencia de una sociedad machista, tuvieron que encargarse en mayor cantidad de estas tareas.
Y así, comenzaron las pérdidas. Un hijo fue rechazado hasta la desaparición de todo recuerdo, como resultado de un castigo por sus acciones juveniles y, quizá, equívocas. No nos enteraremos hasta encontrar al susodicho. Luego, uno se fue. Hace poco fue reencontrado y aunque intentó ver por última vez a su madre, los hijos le negaron dicha oportunidad. Poco después, en el año de 1966, murió su segundo esposo. Y finalmente, en 1968, uno de los dolores más terribles que sufrió fue la muerte de su hijo predilecto, de Rey. Todo ello lo asumió como asunto del destino. También fue el destino convertirse y dedicarse a ser madre de su último hijo, Rubén, y de ser abuela de sus muchos nietos.
Algunos la recordarán de forma atropellada como la peor abuela, otros la recordaremos como la abuelita más cariñosa y dedicada. ¿Qué más decir de esta vida llena de fantasías, sueños, gustos, risas, alegrías pero claro está, también de tristezas, lloridos, crisis, tragedias?
Si, una más: se quedó ciega. Se quedó sola. Se quedó rodeada de algunos hijos y nietos pero, al final de cuentas, sola. Así se puede explicar su determinación de irse con su hijo predilecto: una negación de sí misma. Pero, ¿cuál vida se escapa de eso? Creo que ninguna, todas caen en contradicciones y terribles decisiones. Los últimos tres años de su vida transcurrieron no sólo en oscuridad sino también en una ensoñación estilo pesadilla: no sabía si era de día, de noche, de primavera o de invierno. Ausente de sí misma. Perdida entre sombras e imágenes que nunca pudo compartir con nosotros, con muchos de nosotros que la recordamos.

· Por el mismo camino
Lo bueno de vivir la vida es que uno comparte experiencias de todo tipo con mucha gente. Y así, de pronto coincidimos con personas valiosas. Para mí, la relación con mi abuela fue así, magnífica, completa y feliz. No siempre, pero sí en su mayoría.
Estoy contenta de haberla conocido, de haber tocado sus manos, de haberla escuchado, de haberla visto cambiar, de abrazarla muchas veces. Dicen que todas las abuelas les dicen a sus nietos que son los favoritos. Eso también me dijo mi abue a mí en múltiples ocasiones. A ella le creo más. Sé que fui su consentida. Con eso me quedo.

· Por distintos caminos
Hace tres años mi abuela me dejó. Antes de su muerte física, ella sufrió una muerte social y anímica. No es que no estuviera, como en un coma, sino que se dejó ir a lugares desconocidos. Desconocidos y lejanos. La vi muy mal y dejé de asistirla. Decidí despedirme y hacerme a la idea de que estaría mejor en otras condiciones, como bajo tierra. Su cuerpo pasó de ser una estructura rechoncha a un esqueleto con pellejo, con visos de Bertha. Nunca más pude enfrentarme a su imagen, ni siquiera a sus noticias. Decidí dejar la culpa de este abandono a sus hijos y no a ella.
Y por eso, también la abandoné. No me arrepiento, creo que fue necesario porque ello permitió que todo el proceso de dolor fuera aminorado. La sentí. La viví. Y me separé de ella. Con gusto y al mismo tiempo con dolor. Otra contradicción de la vida.

1 comentario:

Aranjuez Yauitl Chooj dijo...

Dedicarse a hacer un Réquiem no corresponde a personas comunes, se requiere ser ante todo valiente, un guerrero, un ser capaz de sostenerse en la contundencia aterradora de la muerte….. Además es necesario ser sensible y talentoso… todo esto eres tú. Un tributo de estas dimensiones pueden merecer la vida misma, si yo supiera que alguien escribirá algo así de mí cuando me muera, podría ya no tenerle miedo a la muerte pues sabría que habría valido la pena todo cuanto hice, no hice y demás….. Hace muchos años me regalaste un libro ( “La vida, el tiempo y la muerte” de Fany Blanck.Cereijido y Marcelino Cereijido), yo sé que querías aminorar mi intranquilidad enfrentándome a la abolición de prejuicios, a las respuestas de lo indecible, te preocupaba saber de mis angustias interminables que me hacían brincar de la cama y caminar desesperadamente de un lado al otro imaginando morbosamente el momento en que me enfrentaría con mi muerte; y la de mis padres; y la de mi hermano; y la de mis mascotas; y la de mis grandes amigos….. Un libro que honestamente nunca leí, pues siempre he sido hipocondríaca y cobarde, aunque mis papás piensen lo contrario, pero que siempre recurro a su imagen en dos momentos: cuando recuerdo mis noches de insomnio de antaño que tenían en él una posible sublimación y cuando te recuerdo protectora, generosa, solidaria. Que bueno que te encontré otra vez, que bueno es leerte. Aranjuez.