El puerto más célebre del
estado de Guerrero se convirtió en uno de los lugares más visitados por mí en
este año: las oportunidades se tejieron y arribé cinco veces con varios grupos
en un breve lapso. Todo ello posibilitó que conociera y reconociera sus calles
y sitios turísticos bellos y llamativos así como algunos paisajes del Acapulco
profundo; que estuviera en toda la bahía, no solo como corredora sino también
para tomar el sol, subirme al parachute o para ver a los pequeños morenos
sabrosones de la Quebrada; que asistiera a los lugares más populares –como la
playa Tamarindo- y a los más olvidados –como el jardín botánico-; que hiciera
cosas maravillosas –como tener sexo frente al mar abierto, pasar el fin de año
en pura fiesta con amigas entrañables después de trasladarnos en calandria,
celebrar un aniversario, practicar yugdo, meditar o correr desnuda por la playa
con dos amigas- o que viviera momentos espeluznantes (por supuesto me refiero a
la taxista Yolanda, señora un poco endiablada, con la cual convivimos por tres
horas en el tráfico más insoportable de Acapulco Diamante).
Pero también me sucedió algo conmovedor: mientras me adentraba en el primer encuentro con Acapulco, llegó a mi recuerdo algunas de las imágenes de una visita familiar hace muchos años –más de quince-, en donde mi padre sufrió ante la picadura de un insecto extraño, nos llevó a comer a distintos lugares o nos dirigió en las lanchas de Hawái 5-0 en el río. Si, ¡lo extrañé!
Por todo eso y por tus atardeceres con arcoíris: Acapulco, ¡te quiero!
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