Nos adentramos en el Parque de la Reserva de la
Biósfera de la Mariposa Monarca, en la población de Agangueo, Michoacán. Septiembre
no es fecha de visitas turísticas, por lo que las hectáreas dedicadas a la
conservación de este insecto, el cual migra de México a Canadá y luego de
regreso, estaba sin sus aleteos y sin la presencia de cientos de humanos que
también revolotean excitados con los estampados naranjas de estas longevas
mariposas.
Esta ocasión, el grupo Yug-Do México y el maestro
Antonio Iborra estábamos allí con la intención de avizorar aves. Fue contratado
un guía local especializado en esos menesteres. Por su parte, yo iba preparada
para el viaje de observación de la naturaleza. Llevaba mi ajuar verde olivo, mis
zapatos de alta tracción y mis ligeros binoculares.
He aprendido, gracias a la cercanía y sensibilidad
de mi maestro, que debo caminar permitiendo que mis pies vean el sendero
mientras mis ojos descifran y leen el paisaje. Por eso he practicado en el Parque
de Arboledas, donde está el Dojo Pilares, mirando aves, nidos y al águila que
seguido nos visita. Debo confesar que mi visión está afectada por dos
circunstancias: primera, por astigmatismo y miopía, por lo que no me es
sencillo ver ni de lejos ni de cerca, ocasionados por muchas causas además de
tantas lecturas y pantallas luminosas; segunda, por estar acostumbrada a leer
los signos de la urbanidad que me impiden reconocer los lenguajes de bosques y
selvas.
Para seguir al pie de letra los consejos referidos
por mi maestro, guardé mis lentes en la bolsa de la cazadora, y afiné el oído.
Todo movimiento, sonido y ruido eran percibidos por mi cuerpo de forma
integral. Caminé con el corazón inocente abierto en todo momento, y por eso
disfruté del olor de las hojas al ser tocadas por mi mano, los claroscuros de
los altos pinares, los verdes brillantes y sombríos que me hacían sonreír así
como las flores rojas que daban toques de alegría a nuestro recorrido.
Por supuesto escuchaba distintos trinos y cantos.
Reconocí algunas aves, y vi pájaros que despegaban y volaban majestuosamente.
Luego, los paisajes de este bosque me hicieron palpitar de la emoción por su
verde frondosidad y vitalidad.
El recorrido estaba llegando al final. El grupo
decidió dar una última oportunidad de mirar más aves antes de tomar nuestro
refrigerio. El guía nos indicó que el último sendero era corto, quizá 500
metros. Los caminamos.
Entonces, sin lentes ni catalejos, percibí un
objeto raro sobre una rama de un gran árbol. “¿Es un panal?”, me pregunté.
Podría serlo: era café, con forma de jarrón y muy visible a pesar de su
camuflaje. Me detuve, y entonces observé con el binocular: sin pensarlo dije:
“¡un búho!”.
El maestro no lo creía, y se acercó a mí para
recibir mis indicaciones de su ubicación. Y constató, igual que los demás, que
allí había un búho bello, bellísimo, expresivo, que giró su cabeza en varias
ocasiones, sin perder la prudencia de sus movimientos. Pasaron unos minutos más en los que nos alegró con su
presencia. Luego, voló al extender su plumaje.
Aunque algunos dirán que exagero el tono mi
narración porque encontrar un búho podría no ser importante, para mí el hecho
sí que es significativo. ¡Soy una mujer de ciudad, acostumbrada a edificios,
automóviles y aviones!
Pero además, el mensaje de la nueva etapa me fue
anunciado: esta mujer capricornio –a quienes, dicen, gustan de elevarse por los
peñascos– al hallar este animal nocturno, símbolo del conocimiento, en plena
mañana, resultaría en escenificarse el portal de la trasmutación de egoísmo y
materialismo mediante el amor en perdón, sinceridad, confianza y lealtad.
¡En hora buena camino por este sendero de Yug-Do!
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