Así que fui a conocer Ciudad del Carmen, Campeche. Me cimbraron tantas cosas de esa ciudad, recientemente golpeada por los despidos debido a la silenciada privatización de PEMEX. Al final de cuentas me hospedé en un hotel al lado del mar, en Playa Norte, desde donde se logran ver algunas torres petroleras -tal como dragones enfurecidos- las cuales se divisan solo cuando sobrevuelas esa región del golfo.
Me dediqué a bañarme en el mar, tomar el sol, leer para la tesis de doctorado, asistir a las jornadas y comer en un restaurante vegetariano que está justo frente al Gimnasio de la UNACAR. Me encontré con muchos amigos y conocí a tantos otros, por lo que sé que fue un buen espacio para coincidir.
Una tarde maravillosa decidí salir a entrenar Yug Do en la playa. Así que apuré el paso y atravesé la avenida que te separa del mar. Justo en el camellón me abordó un bello bambú: de mi estatura, de mi grosor, ligero y muy recto. Solo me esperaba.
Fuimos contentos a entrenar. Entonces, yo estaba eufórica por el encuentro. El clima comenzó a templarse, y el viento hacía que bambú y yo bailáramos acompasados por los movimientos de Yug Do. Cuando comencé a hacer La Torre de la segunda serie, el viento y el cielo comenzaron a exprimirse, ¡todo era jaloneado por mis brazos y la fuerza del bambú! ¡Había encontrado la llave del mundo y del Universo!
Con todo ese estirón, el cielo estaba gris y mi mente quedó vacía. Solo estaba.
La plenitud arribó.
Ciudad del Carmen me entregó a uno de sus hijos, y lo tengo conmigo para que me recuerde que con solo un bambú puedes abrir y cerrar al cosmos para entrar en él, y disfrutar la vida.
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