lunes

Un mes de enseñanzas en Zipolite

La presión cotidiana de mi vida en la ciudad, las tensiones del doctorado y demás actividades académicas habían hecho mella en mí. Recuerdo que hasta pronunciar mi nombre me parecía complicado. Aún así, seguía con la sonrisa y la felicidad de hacer y ser lo que quiero. Este gesto se ampliaba cuando suspiraba con el viaje a Zipolite, el cual ya lo tenía planeado, casi listo para iniciarse.

Y así llegó el día de emprender el viaje. La adrenalina no me abandonó ni siquiera por un momento. De hecho, al arribar a la playa continué con mis tareas porque tenía que escribir un capítulo de un libro sobre la historia de la intervención francesa en Oaxaca. Once días estuve en ello, sin salir del hotel, sin conversar con nadie, sin dedicarme por entero a las vacaciones. Trasladé mi oficina a la costa oaxaqueña. Y salió muy bien todo, ¡esto no es una queja!






También llegó el día de mi cumpleaños, y con ello se me aparecieron infinidad de regalos y bendiciones: terminé el capítulo un día antes, conocí a mucha gente linda y majestuosa, visité la Playa del Amor, Mazunte y Aragón, llegó Ivonne a visitarme, y me reinserté en las redes que desde hace unos años vengo tejiendo en esta playa nudista. Así, amigos zipolitecos, gays amorosos, vecinos de todo el mundo que se hospedan conmigo, viajeros como los de El Bicho que tanto amé, visitantes encuerados de todos los rincones del planeta y, sobre todo, mujeres entrañables que habitan el Zipolite amoroso que me gusta, me celebraron cada mañana, cada momento y cada eternidad con sus palabras, abrazos, masajes, risas, opiniones, escuchas, historias, alimento, celebraciones y aventuras variopintas.





Todo fue tan perfecto en este mes que no cabía de derramar gratitud y alegría. Mis entrenamientos de Yug Do a las 6:45 frente a la playa, los saludos cotidianos y los ladridos de mi hermosa Bamboo, los desayunos frugales que me daban energía para unirme a la práctica de Yoga Chocolate con Iza y decenas de hombres y mujeres maravillosos que solo pueden coincidir en Loma Linda, los almuerzos deliciosos, los paseos y las conversaciones trilingües,  el aceite de coco bronceando mi piel, las cenas en los restaurantes de Roca Blanca o en mi terraza, el oleaje del mar limpiando mi mente, las estrellas iluminando mi porvenir...

No puedo dejar de evocar a mi Iza y su hijo, a Vero, su hija y a Tonati, a Odette y su blusa, a Ivonne y su intento de nadar y su cansancio extremo, a Shanti, Matu, Zaina, Zule y Martha de El Bicho, a Tino, Estrella y Daniel, a don Franco, a mis queridos Rodrigo y Marcelo, Dominique, Mohamed, Fabio, Barry y Hugo, Curtis, Juan Carlos y su banda, Alberto y Demi, Humberto, Jeff y Gerry, Jack y la banda de Washington DC, David, Jeff y su hijo, John y su hijo, Maureen y Rick, Guy y su esposa, Alonso y Mirsa, Suzzan, Nancy, y tantos otros con los que conviví sin saber su nombre...

Entonces se me reveló una imagen que traigo cargando desde que era niña: una escena de un libro del que he olvidado el título y el autor, de una familia que cada año visita la misma playa y realiza las mismas actividades cada año, con una mismas dinámica y en medio de una misma comunidad. Año tras año, vida que señala que todo es igual pero diferente. Y esa tranquilidad ordenada que te saca de tu vida estresada y te reconecta con la naturaleza, me recordó ese anhelo profundo de vivir unas vacaciones como todos deberíamos: hasta el descanso verdadero y sin preocupaciones, con la certeza de que un mes no es suficiente pero que cuentan como una gran dicha.

Una vez más, y hasta este diciembre, ¡gracias, Zipolite, gracias!



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