El Yug-Do está de fiesta. Hace 30 años se gestó un proyecto integral que mira hacia el desarrollo espiritual. Los padres fueron un maestro y su discípulo que, dentro de una línea de trasmisión de la sabiduría, lograron infundirle con la disciplina ese amor y libertad que todos buscamos.
Eso sí, hay de buscadores a encontrados. Y yo fui del segundo grupo. Esto es, estaba abriendo mis ojos a nuevas y fantásticas vivencias después de hacerme vegetariana, de encontrar un trabajo que me place y me hace sentir útil y privilegiada, así como de separarme de mi primera pareja, cuando un camino me halló. Fue por entonces que empecé a entrenar Yug-Do todos los días a las 3 p.m. La disciplina se me da fácilmente, y cuando contacté con las formas amorosas del cinturón dorado Serafín Mendoza, entendí que allí debía estar yo.
Años después conocí al maestro Antonio Iborra. En ese momento tuve un gran impacto intelectual que me hizo preguntarme: “¿qué es esto?”. Descubrí que Yug-Do no era solo un conjunto de movimientos corporales, sino que era un sendero hacia el interior. Leí todo lo que pude del maestro, y me enamoré una vez más. Y fue ese choque tan espectacular que primero me planteó de frente mis creencias y luego las fragmentó. El propósito de la vida estaba dibujado.
Más tarde, mientras en España hacía mis estudios de maestría en archivística y después de la muerte de mi padre, fui a la isla del dragón. En Santa Cruz de Tenerife el maestro me sanó y también conocí la consolidación del proyecto Yug-Do. Pregunté muchas cosas. El cariño con el que fui recibida asentó en mí la respuesta: “Sí, acepto”.
Unos meses después de todo ello hice mi examen para cinto negro, que además de exprimir mi cuerpo con pruebas exhaustivas limpió la vereda hacia mi corazón. Años más tarde, hice mi segunda prueba, la plateada, y aprendí de mí misma y mis movimientos emocionales. Un poco más tarde, el cinturón rojo me fue ofrecido, y también lo admití.
La asistencia a varios encuentros nacionales e internacionales me permitió experimentar con diferentes aspectos de mi misma, o sea con otros cintos. Me abrió los ojos a la importancia de la entrega y del trabajo interno. Por eso contribuí con diferentes tareas locales que me permitieron comprender la importancia del silencio y de la labor. Más importante, el panorama Yang se completó con el Yin cuando conocí a la maestra María Arrabal.
Mi resumen es el siguiente. Viví tres fases antes de entrar profundamente al Yug-Do: en la primera me di cuenta de la tierra fértil que soy, mediante el entrenamiento diario que estiró músculos, pensamientos y emociones. La segunda fue el encuentro con el maestro que abrió un surco y plantó una semilla adentro de mí. Y la tercera, que consistió en poner luz, agua y cuidados a esa pequeña planta que crece y crece cada día.
¡Felicidades, Yug-Do!
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